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Llegamos

Me gustaría comenzar a escribir sobre Vancouver. Siempre en mis viajes he sido turista, nunca he estado más de un mes lejos de mi país. En ellos medía mi gusto por una ciudad según qué tanto y cómo me imaginaba viviendo en ella. Con Vancouver no tuve la oportunidad, llegué sin presentaciones previas, directamente a vivir aquí. Llegué porque todo el mundo me dijo que era una ciudad preciosa, y con todo el mundo me refiero a unas cuantas amigas y a El Espectador, publicando artículos sacados de otros medios sobre las mejores ciudades del mundo. Eso bastó para mí. Sabía que con Vancouver todo iba a estar bien. Y todo va bien en Vancouver.

Es una sensación bastante particular pasar de ser turista (durante las primeras dos semanas de estar aquí) a vivir. Vivir en tránsito, de cierto modo. Porque ante la inmigración soy turista y mi tiempo aquí es limitado. Y vivir. ¿Cuánta gente intentando mudarse, inmigrar, cuanta gente pensando que llegar aquí garantiza una vida mejor? Yo entré a este país con una mochila y sin conocer a nadie y poco a poco Vancouver se fue dando, como aparentemente siempre hace. Por propósitos literarios quizás hubiese sido mejor algún duro momento que cambió mi vida acompañado con una epifanía. O también funcionaría el haberme encontrado con un penta millonario que amablemente nos ofreció su casa y un trabajo y ¿quién sabe? Una visa de trabajo. Pero no. Nada grave ha pasado (por fortuna) ni nada increíblemente espectacular. Vivimos en un gran barrio, en un apartamento bonito y medio sucio que no es una ganga, pero tampoco es muy caro. Conseguí un trabajo, no como escritora, sino como niñera. Gano bien para estándares colombianos, pero todavía no he comenzado a ahorrar propiamente. Lentamente, con mucha facilidad, puedo decir que vivo en Vancouver. Y por ahora Vancouver es la gran protagonista. Una ciudad que tiene esa cualidad de ciudad grande (aunque en realidad no lo es) que te ignora, a la que no le importas mucho. Creo que el secreto de Vancouver es que te deja que la vivas, la transites, que te pierdas. No siento miedo en Vancouver, porque no hay nada que temer. Es la primera vez que vivo en un lugar pintoresco, donde no voy de un lugar a otro: pienso de un lugar a otro. Me inmerso en mi misma, en el paisaje, en la vista y de pronto he transitado de un punto a otro. Donde, en últimas, disfruto moverme, pasear sin sentido, andar en bus o en bicicleta.

Vancouver comenzó a darse con Tazman, nuestro primer anfitrión de Couch Surfing, quien nos recibió con simpatía y nos volvió a recibir cuando tuvimos una experiencia no tan placentera con otro anfitrión. Tazman nos mostró Canadá desde su punto de vista. Fuimos a Victoria (la capital de British Columbia, la provincia) con él y aunque Taz nos llevó a su hogar, nos presentó a su madre y a su novia, aunque vivimos en su casa durante unos días; es imposible dejar de sentir que tardaremos en conocerlo, en ver más allá de su amabilidad y encontrar eso que lo hace ser Taz y no otro. Quizás es esa misma barrera de gran ciudad que muchas veces encontré en Bogotá, en donde toda interacción, a pesar de amable, estaba confinada a un insoportable nivel de superficialidad. Quizás sea también el prejuicio, no tan grave, que lentamente se sembró en mi cabeza sobre los canadienses: su amabilidad y a la vez su falta de carácter. Pero sin duda Taz se volvió ese ser cercano que tenemos aquí pero que todavía no alcanza a ser amigo. Fue gracias a él, y sólo con dos semanas de estar aquí, que logré adentrarme a la vida del típico canadiense. Una vida que no tiene muchas preocupaciones y que a veces raya con un preocupante estancamiento, pero a la vez una vida llena de pequeñas cosas que alegran cada día. Como la navidad.

La primera vez que entré a la casa de los Kozaks lo que vi fueron adornos navideños. Julia Kozak, la mamá, con cara de consternación y de andar muy ocupada en la vida me dijo que hasta ahora tenía tiempo de quitar los adornos de Halloween para poner los de Navidad. Yo siempre pensé que Navidad era un árbol y regalos, pero tenía que llegar a Vancouver para encontrarme con las toalla navideñas; los calendarios navideños (dos, uno de los cuales tiene chocolates en cada día; el otro sólo cuenta los días hasta el 25), las medias navideñas. Y una especie de aldea navideña que cualquier colombiano podría confundir por un pesebre. La Navidad llegó a la casa de los Kozaks y con los adornos también llegué yo: la nueva niñera. Nadie hubiese dado un peso por mí cuidando niños en Colombia. Pero como nadie me conoce en Vancouver, aquí he sido niñera antes y me gustan los niños y nadie puede decir nada al respecto. Lo bueno de vivir aquí es el anonimato. Siento que cada día cargo un pequeño secreto, los Kozaks no saben que cuando los miro, los miro como materia prima para escribir. Que los examino, que escribo sobre ellos. En Vancouver vivo la vida detrás de escenas, en donde me puedo transformar en artista, si quiero. En niñera experimentada, si se me antoja. En la típica inmigrante buscando oportunidades que veo reflejada en los ojos de otros que no me conocen. En traductora de novelas homo eróticas. Aquí no existe las fronteras de lo que durante toda mi vida he definido como “yo”. Aquí puedo borrar y recrear lo que puedo ser y lo que soy. Lo que quiero hacer y lo que hago. Aquí soy y hago de todo.

No puedo mentir y negar que a veces miro el reloj mientras cuido a los niños, contando los minutos, llena de tedio de estar de niñera, pensando en que no, verdaderamente no me gustan los niños. Y sin embargo, también he jugado a las muñecas, he hecho reír a dos niños, he jugado en la casa de los Kozacs, recluida en la intimidad de las colinas de Burnaby. Y todos estos momentos quedan como ecos dentro de esa casa, de los cuales nadie hablará, ni yo, porque a nadie le importa. Escenas y ecos que se vuelven recuerdos de una Alejandra que comencé a tejer en Vancouver. Una Alejandra que se fue dando, como mi vida acá.

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